CONCEPCIÓN FELICES LÓPEZ




Actual alcaldía de Casetas, antiguo lugar de la escuela de Casetas

Concepción Felices López

Doña Concepción Felices López era la directora de la escuela de niñas. Estaba afincada desde hacía tiempo en Casetas. Su padre era trabajador en la fábrica de Vagones Cuba de Casetas y su marido era jornalero en el barrio.

La repentina muerte de doña Concha, apenas una semana después del golpe de estado, quedó marcada en el recuerdo de dos de sus alumnas, L.O. y D.T. Ambas me narraron en momentos diferentes que se trataba de una maestra extraordinaria, que murió de forma violenta y que las causas de su muerte fueron eclipsadas por el terror que se impuso en las primeras semanas de la guerra.

El testimonio de D.T. es el más pormenorizado. En sus recuerdos, los de una niña de nueve años que los reescribe cuarenta años después, va trazando un relato de los hechos construido con las confidencias de sus vecinos a lo largo de los años. Describe el suceso del siguiente modo:


“A los pocos días de empezar la guerra murió la directora de la escuela de niñas. Se llamaba doña Concha. Era una persona amable y buena, pero que no daba clase de religión. 

El entierro de Doña Concha no fue normal. Al entierro de  una señora que era querida por la mayoría del pueblo, especialmente por los padres de sus alumnas, no pudo asistir nadie, ni vecinos ni compañeros, solo Don José Lasheras, Doña Carmen, su padre, su esposo, el señor José Peñafiel, y alguno más. La enterraron a primera hora de la mañana del día 28 de julio. Hacía unas pocas horas de su fallecimiento.

Esta señora murió la noche del 27 de julio de 1936. Según su certificado de defunción, falleció a causa de un colapso al corazón en casa de sus padres, que vivían en la estación, ya que  su padre trabajaba en los vagones cubas. 

El día después de su muerte, cuando llegó a la escuela doña Candelaria, que era la maestra del segundo grado de las niñas, doña Felisa le dijo que doña Concha había muerto de repente. Que como estaba enferma del corazón, con el calor no era de extrañar que se hubiera muerto. Pero lo que se le olvidó decir fue que, cuando llamaron a la señora Pilar, la L., para que limpiara el piso de doña Concha, había manchas de sangre en el suelo y en la pared. El señor Coca fue el encargado de encalar las paredes y dijo que las paredes tenían manchas de sangre. 

Tiempo después, el señor Tomas, el enterrador, le contó al señor Mariano C. que el día que enterró a doña Concha pasó miedo. Le dijo que también asistieron al entierro el H., el señor B., el cura y el señor O. con su mujer. El cura y el H. les dijeron al padre y al esposo de doña Concha que la enterraban a esa hora porque no se merecía otra cosa y que aún estaban presentes personas que no deberían de estar.

Fue bien entrada la mañana del día 28 de julio de 1936 cuando en el pueblo se supo de la muerte de doña Concha y que ya la habían enterrado. A los niños nos lo dijo doña Candelaria en la escuela y nos pidió que todos juntos rezásemos un  padrenuestro por ella. Cuando salimos de la escuela fue como si todo lo que estaba pasando aterrorizara a los vecinos. Solo hacía un par de días que por la noche se habían llevado a los hermanos Salvador y a los ferroviarios. Y antes de esto, los dos camiones abarrotados de hombres y mujeres, todos vecinos de Casetas. Y para finalizar, la muerte de doña Concha, por la noche, y su entierro, casi a escondidas,  y a una hora intempestiva”.


D.T. asocia la repentina muerte y el ocultado entierro de doña Concha a la venganza contra la maestra por su vinculación con las demandas educativas de las familias y a la implantación de la laicidad en la escuela. Lo recuerda de este modo:

Los hermanos Salvador también se preocupaban por cosas de la escuela. Un tiempo antes de empezar la guerra les pidieron a las madres que  se manifestaran con los niños, pues la administración  le había negado a don Alfonso Sarría abrir una clase de párvulos que había solicitado y ampliar la escuela. Al enterarse de la negativa, Alfonso les dijo a las madres que tenían que hacer una manifestación  para pedir libros gratis. Hicieron una pancarta con niños dibujados que decían: “No tenemos libros. ¡Queremos saber!”. Los niños dibujados tenían los brazos levantados con las manos vacías.

El cura desde el púlpito pedía que no asistiéramos a las manifestaciones, pues eran cosa de Rusia. El cura dijo que eran los comunistas quienes habían provocado esta manifestación para hacer propaganda comunista, que los comunistas eran el diablo, que era mejor la ignorancia que aprender con algo que venía de parte del diablo, que saber el catecismo nos abría las puertas del cielo.

La maestra, doña Concha, dijo que aprendieran el catecismo en la iglesia y que en la escuela aprendieran a leer y a escribir y matemáticas. Esto le ocasionó un sin fin de discusiones y problemas con doña Felisa y con doña Carmen, pero finalmente doña Concha dijo que estábamos en una república y que la escuela era laica, que los padres que quisieran que podían mandar a sus hijos al catecismo a la iglesia, que eran libres de hacer lo que quisieran, pero que en la escuela había suficiente con aprender a leer correctamente para aprender a ganarse la vida, que ella creía estar haciendo lo correcto. 

El 13 de julio estuvo en la escuela don Isidoro Achón Gallifa. Mantuvo una reunión con el señor Alfonso Sarria, con don Mariano y con la maestra doña Concha. Estuvo en la escuela porque había conseguido material escolar para los niños más necesitados, pero finalmente el material fue distribuido entre todos los niños que asistían a primer y segundo grado, sin distinción. A cada niño nos dieron una pluma, un lapicero, una goma, una libreta y un cuaderno. No pronunció ningún discurso, simplemente dijo en las dos clases lo mismo: 

—”Los niños que mejor cuiden el material que os acabo de dar, a final de curso serán premiados. Pero aquellos que lo hayan usado mal, el próximo curso no tendrán material escolar gratuito”. 

Dicho esto, se marchó en compañía de don Alfonso y de don Mariano.

Recuerdo que nos hicieron fotos y que a los pocos días uno de los maestros de la clase de los niños nos dio unas cartillas, que eran la primera y la segunda cartilla. Unos días más tarde en otras clases les dieron el “Catón”, que era el libro que iba después de las cartillas.”


D.T., desde sus recuerdos de los nueve años que reconstruye en las conversaciones con sus compañeras, destaca el cambio en la escuela tras el golpe de estado, la imposición religiosa y la humillación a los desafectos al golpe de estado por quienes impondrán el nuevo orden:


“Doña Felisa, la sustituta de doña Concha, sí que daba clase de religión y no veas de qué manera.  Era soltera, de unos cuarenta años, y vivía con su madre. 

Cuando tomó posesión de su cargo nos llevó a todas las clases, igual grandes que pequeños, a comulgar. Fue una comunión general, tanto el que se sabía el catecismo como el que no. Nadie protestó, ni los niños que habían comulgado en mayo, que sí que se sabían el catecismo, ni los que no nos lo sabíamos del todo, ya que la señorita C. y la señorita M. L. (las catequistas) nos habían dejado para que comulgáramos en septiembre, para San Miguel, patrón de Casetas. 

Doña Felisa, recién llegada a Casetas, como redentora de todos los males,  no  solamente nos hizo comulgar sin pedir opinión ni permiso a los padres, sino que desarrolló una actividad increíble. Conocía a todas las personas que no eran de derechas y escribía unos papelitos que las niñas teníamos que llevar a sus casas. En ellos les decía a la hora que tenían que ir a misa al día siguiente. 

Tuve que ir a casa de los C., de los A., de la señora C. “la J.” y de los M., cuyos maridos e hijos habían sido detenidos, fusilados o estaban huidos. Mi amiga Paca R. , a cuyo hermano también se habían llevado los falangistas, y otras niñas tuvieron que hacer lo mismo. En cambio, las niñas que sus padres eran de derechas nunca tuvieron que hacer estos recados.

Las mujeres que fueron invitadas de este modo a ir a la iglesia no respondieron todas de la misma manera, ya que algunas no fueron por encontrarse enfermas, debido al corte de pelo y al aceite de ricino con el que les habían humillado los golpistas.

Años más tarde, cuando trabajábamos juntas, A. A. me contó que, además de tener que ir a misa, no las dejaron ponerse de negro por sus familiares asesinados. Al parecer, por ser de izquierdas no tenían derecho a llevar luto. El luto, según ellos, era un signo de dolor exclusivamente de los católicos.




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